Esta deificación puede resumirse así: el emperador era una especie de Ser Supremo, o su representante, del cual todo emana y en quien todo queda; era lo supremo en todas las cosas temporales y espirituales' del Estado.
En Japón, descendía directamente de Amaterasu-ó-mi-kami por su nieto, el príncipe Ninigi, encargado de reinar sobre «la rica llanura de las hermosas espigas frescas de arroz», lo que justificaba su autoridad temporal y espiritual.
Desde hace 2.600 años, por las venas de los emperadores del Japón corre la sangre de la Diosa del Sol, a través de una línea ininterrumpida y exclusiva de emperadores que recibieron las tres insignias del poder y ocuparon el trono.
El emperador era hijo del cielo, Ten-shin; simbolizaba la divinidad en forma humana, Aki-tsu-mi-kami, y la potencia sagrada que hace claro y transparente lo que es oscuro y turbio; era Tennó, el Soberano celestial; se le consideró como un Kami viviente, venerado y amado por su pueblo. Eso explica el ritual religioso complicado que se seguía en el acceso al trono de un nuevo emperador, con ritos de purificación, entrega de las tres insignias del poder (shinki), y comida del arroz con su antepasado (el daijó-sai). Una de las tareas imperiales se llamaba iku-kuni, taru-kuni, es decir, desarrollar el país, su vitalidad, sus riquezas materiales y espirituales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario